Dolan siempre vuelve sobre sus pasos. Como “Elmodóvar”, así lo pronuncian en su última película. La sombra dulce e inmensa de Douglas Sirk, el maestro del melodrama, planea benéfica. Para asentar el tiempo, los alertados, movimientos agridulces de bocas que no cierran y esgrimen, y cantan y besan.
Sí, es su cine, como el del alemán, y el del nuestro manchego y glotón, rockero de alma sincera. Un cine de conflictos a flor de piel que estallan y claman en sangre, porque así se manifiestan. Luego, al otro lado, en los asientos frescos de las esquinas, pillajes de amor allanan miradas que clavan con dientes sangrantes pasiones aún no horizontales, por puros afeites de historias mudas y miedos. Campea el amor en el patio solitario de una almohada, y un par se abrazan, solícitos, se afrentan. Uno más en desuso, o quizás los dos.
Mientras, en la pantalla, Dolan, actor, marcado de niño, espera en su huida a un príncipe, seductor, besado e inquieto que mira vestido a la moda de un arca donde está condenado por ese Dios del destierro.
Y para la película, la cámara va y se retira, nunca he visto eso antes, alegoría social de un permiso que no es concedido, ¡qué lastima!. Da vueltas el germen de fuerza y lo empuja sincero al callejón olvidado, y ahí se renueva y trasciende y limpia sus zapatos con desaires antiguos y deslenguados que ahora resbalan de viejo.
¡Te quiero!, te quiero!, suena y retumba por toda la sala, silenciosa de besos y muslos húmedos, besos, más besos , manos abrazadas que, como serpientes, comparten deseos. Y afina el pincel el artista con su escorzo reflejo, recordando, en su mirada perpleja, para decir: “no están solos, tranquilos, he decidido para siempre romper el molde de hierro “. Y trae otra vez al portador de sus besos. Los dos lados de la sala ya son un solo espejo.
José Miguel Moreno
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