Unos colores pastel, claros, de los que no hay duda, acompañan a la cama a David, seguro de no estar confundido. Ya descansa, ha visto lo que costaba y cuánto tiempo tardó en todo lo nuestro, por eso es tiempo ya de una larga siesta.
Ahí fuera se ve la vorágine de alguien mirando. En el exterior, coches, carreras, chiquillos, mucha arena, y un malestar inquieto de no se sabe donde. Pero Antonioni ya lo ha logrado y nos da tiempo, ahora somos nosotros lo que tenemos por delante.
Un sólo aviso, romper con algo, coger el amor, el deseo, si apareciese, e ignorarlo todo, mintiendo, porque vendrán los vándalos.
José Miguel Moreno
El periodista huye de su propia sombra, en un hotel destartalado, en pleno corazón del Sahara, se transmuta en otra persona. Intercambiar la identidad no consiste en cambiar la foto del pasaporte de un tipo con rasgos similares. La otredad. Morar en otra piel y llevar la cruz del otro, en este caso un traficante de armas con varias citas apuntadas en su agenda. David Locke no dudará en acudir a cada una de ellas, en Munich, Londres o Barcelona. Busca un contacto, hastiado, no se reconoce, no sabe quien es. De ahí a la usurpacion vital. Y sin esperarlo, se encuentra en la Pedrera con una chica que le habla de Gaudí.
La aridez más cegadora se pierde en el horizonte del desierto, a cada paso una duna, un amor torcido, la muerte en la vida, y un plano secuencia para la historia del cine.
Antonioni puso sobre la mesa su elegancia y distanciamiento en El Reportero, integrada en la trilogía americana, junto con Blow-up y la incomprendida Zabriskie Point. Las obsesiones más recurrentes en su obra, la incomunicación, la alienación, o la muerte, terrible el fusilamiento del lider prisionero, en las filmaciones de archivo que revisionan su mujer y amigo.
Un Jack Nicholson contenido y una espontánea María Schneider, la estudiante de arquitectura que se despista de su grupo de turistas. Las apariencias enturbian aún más las respuestas. En estructura circular el pasajero disfruta de una libertad efímera. En el teleférico, en la iglesia, en el aeropuerto un hombre pide un billete de avión a cualquier destino donde pasar el resto de su días. Y al fin, un hotel perdido en un pueblo de Almería. La cámara deja atrás al hombre postrado, el plano secuencia se aproxima a los barrotes de la ventana, sale al exterior, en rotación, vemos a la chica desorientada, llega la policía, pasa un coche de autoescuela, unos niños corren, gira sobre su propio eje y nos muestra el contraplano.
Roland Barthez dijo que mirar más tiempo del necesario era peligroso, querer comprender, atisbar la verdad. Tal como hace esa chica sin nombre que quizá también quiere aceptarse a sí misma.
Raúl Gallego
Esta noche morimos dos veces en el estudio de Radiopolis...
José Miguel Moreno, Salvador Limón, Manuel Broullón y Raúl Gallego.
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Escribir sobre Antonioni es un ejercicio bastante complejo, porque tengo la sensación de que voy a hablar sobre lo que creo que he visto, y no sobre lo que he visto. Como espectadores, en El Reportero, vamos conociendo detalles sobre la vida del personaje cuya vida han “ocupado”, David Robertson, al mismo tiempo que el protagonista (un excepcionalmente contenido Jack Nicholson). También descubrimos su vida, sus motivos, su pasado.
Es de esta manera como el director consigue hacernos sentir como David Locke (el verdadero protagonista), que no como Robertson, cuya trama detectivesca es una simple excusa que no tiene importancia, no revela nada, es simplemente un vehículo de transporte en el viaje de huida de sí mismo de una persona que ha perdido el impuso vital, su conexión con la sociedad.
Con una obra así, sentimos cómo el artista responsable trata de involucrarnos, de motivar nuestra participación a la hora de construir el argumento, porque probablemente ninguno de nosotros sintamos lo mismo a la hora de enfrentarnos a la vida.
Reconozco que poco a poco me voy reconciliando con algunos directores, y Antonioni es sin duda uno de ellos. Su obra no es fácil, no es algo que se disfruta y pasamos página. Hay que estar preparado para ella, y me pregunto si es porque me he vuelto pesimista. Es una obra pesimista, pero también optimista cuando trata al espectador con respeto y sinceridad, aunque venga a decirnos que el ciclo vital tiene un final del que no se puede huir.
El tema es muy recurrente en la Historia del Cine, el desarraigo social y vital. Autores como Sam Peckinpah pueblan su cine con personajes que casi desean la muerte para acabar con su sufrimiento, o el personaje principal de El fuego fatuo, de Louis Malle, que no se queda en “casi”, tiene decidido acabar con su vida no sin antes hacer un recorrido por su pasado. En estos casos, existe un elemento diferenciador muy grande, y es la nostalgia. Los personajes no pueden recuperar el pasado, y el viaje hacia adelante se ha vuelto insoportable, porque ya nada es lo que era.
Esto último bien nos valdría, “ya nada es lo que era”, para describir al personaje perdido de El reportero, pero Antonioni prescinde del elemento nostálgico para adentrarnos en un viaje a ninguna parte, donde “ya nada volverá a ser lo que era”.
La única solución es, imposible para el ser humano, volver a nacer.
Salvador Limón
A mi me gusta Antonioni, es un maestro y me gusta
también que no les guste a otros, que no lo entienden y me hacen feliz
por no compartir su sitio, en la vida o la butaca, la mirada y el
entorno, todo lo que tiene que ver con ser humano y distinto.
Me hace sentir relajado, su desidia e insulto, me permite estar
contento conmigo mismo.
Antonioni observa, como dijo Raúl, un segundo más de
lo necesario, para esos eruditos que deja no obstante con los telones
levantados, las faldas arriba su ser bien pensante y acomodaticio.
Llevan sus ruines y míseras alforjas, todas muy
pensadas , camino del caldaso donde pelar las papas de su vulgaridad de
cena, mientras escuchan y disfrutan la sangre de las cabezas ya
delatadas.
Emerge el maestro torero, el animal es para el hombre,
con una sutileza inalcanzable, de un mirar temprano que cubrió el
algoritmo y los estériles escritos sibilinos, líricos, donde sólo había
que ver para sentirse el mismo.
José Miguel Moreno
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