Vivir de feria en feria, volando en círculos con tal de conseguir el sustento, vivir de los premios de la miseria con un crío a cuestas. Son los años de la gran depresión en un lugar del suroeste, una mujer decepcionada y tenaz, un mecánico, y un piloto, antiguo héroe de la primera guerra mundial, con una pulsión adictiva, sus acrobacias aéreas le ofrecen la dosis de adrenalina. A este trío se unirá otro tipo en los márgenes, un reportero alcohólico -genial Rock Hudson- atraído por esas gentes de otro planeta, extraterrestres, con aceite de motor en las venas en lugar de sangre. El periodista no cuida su trabajo, le da igual que lo despidan, y sin embargo ofrece su apartamento a esos gitanos del aire, gente que duerme en un hangar, no tienen donde caerse muertos. Devlin protege al crío sin escuela ni amigos, se enamora de una mujer en caída libre. Todos estamos enamorados de la sensual Dorothy Malone, es la Antonia del libro de que Rock Hudson le regala en su apartamento, la pureza rota de una campesina que se dejó llevar por un cartel publicitario, una estampa de un aviador surcando el cielo. Ella no sabía que ese tipo ya tenía novia, era un avión, sus flirteos son con la muerte.
El blanco y negro del cámara Irving Glassberg dibuja el tenebrismo de este relato de muerte y culpa. Douglas Sirk, célebre entre otras cosas por el color arrebatado de sus grandes melodramas, Escrito sobre el viento, Obsesión, Imitación a la vida…a estos ángeles les quita el lustre, están manchados de petróleo y lodo, del trauma de una existencia caótica. El remordimiento forma parte del alma de cada personaje. La derrota y la culpa vertebran el universo literario de William Faulkner, que en vida declaró que la versión de Sirk. con guion de Zuckerman, era la mejor película inspirada en una de sus novelas, en este caso “Pilón”, con la aviación de fondo, una de las pasiones de Faulkner.
En un flashback alucinante el piloto -el aguileño Robert Stack- se juega a los dados con su socio a su futura esposa, escribiendo con un lápiz los números sobre dos azucarillos. Tan volátil como un trozo de azúcar disuelto en un café, el héroe de guerra, ahora feriante, sabe desafiar a la muerte, se arrima a los pilones más que nadie, intrépido o suicida. En un montaje paralelo de categoría, el crío montado en el avión del tiovivo observa como su padre cae con su biplano sobre el agua. Shumann no quiso poner en peligro a nadie, solo faltaría, seguir viviendo con más culpa todavía.
Esta noche nos precipitamos al abismo en paracaídas…
Salvador Limón, Zacarías Cotán y Raúl Gallego
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