Un pistolero a sueldo (Lee Van Cleef) cruza su destino con dos truhanes mal avenidos (Clint Eastwood y Eli Wallach) en la búsqueda de una tesoro repleto de dólares, escondido en un lugar secreto. Esta sociedad, desconfiada y mugrienta se ve abocada a una obligada convivencia. La idolatría que Leone profesaba al Western aparece por fin con suficientes medios para hacer un gran espectáculo; el limitado Van Cleef se autoreferencia, juguetón y suelto con un pausado Eastwood, que lo observa y controla todo, y un excepcional Wallach, el mejor de los tres, que pone la carne de gallina con su escena filial. La habitual pulcritud del director, detallista hasta el extremo, le hizo tener enfrentamiento con los actores, quienes sin embargo en un conjunto muy armonioso, realizaron un fresco alegre y desgarrado de un Oeste sin futuro. Y en ese punto se acopla “El Ritmo”, con la ayuda de otro italiano, Ennio Morricone. El film consigue un collage de tonos, colores y balas, un estallido orquestal, de inspiración mediterránea, que siempre tiene un sentido febril e incógnito, de dulzura, de tristeza , que el espectador abrumado habrá de ir descubriendo
La maravillosa escena final, poblada de miradas
de sangre con ojos en primerísimos planos, furias y guitarras tremendas
de muerte, como una negrísima pintura goyesca, construye el duelo a tres
más famoso, y doliente, de la historia del cine. Heredera de los
primigenios cómics y novelitas del Far West, donde ya no se habla, porque
el lenguaje se ha vuelto arrogante, peor aún, infecto, lleno de una
falaz cordura que diría Haneke, y que mata con balas el alma. Pero aquí
está este disfrute, este acento disconforme y moral, una apuesta formal
que advierte y aconseja de una muerte entregada a la sombra y ritmo del
mito, del mito que es nuestro y acompaña, aún en su sombra.
José Miguel Moreno
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