La Gran Evasión

La Gran Evasión

miércoles, 30 de diciembre de 2015

67 - El Gran Combate - John Ford 1964

"Las modas pasan, los cineastas son olvidados, las glorias efímeras se desvanecen pronto, pero John Ford permanece". Bertrand Tavernier.

 En su último western John Ford rinde cuentas a la nación india, tan maltratada por el hombre blanco desde que pisa tierras americanas. Ford amaba las tradiciones, los valores conservadores de su tierra natal, pero también tenía un gran sentido de la justicia, rechazaba cualquier atisbo de discriminación, racismo, o intolerancia. Ford nos hace revivir la historia de una tribu Cheyenne desahuciada, confinada en una reserva polvorienta de Oklahoma, con el Monument Valley de fondo para ofrecer la épica necesaria. El caminar cansino de hombres, mujeres y niños, trescientos indios que buscan las tierras primigenias en Yellowstone, perseguidos por la caballería montada. El otoño Cheyenne, el ocaso de un pueblo que en un principio quiso creer las palabras de lengua de serpiente, el maldito hombre blanco.
No se trató bien a esos nativos americanos, el capitán Archer (Richard Widmark) lo sabe bien. La profesora cuáquera a la que ama, una joven Carrol Baker, se unirá a la causa de los oprimidos y partirá con ellos hacia las tierras del norte. Archer insiste en que ella no conoce la sed de sangre del guerrero Cheyenne en el campo de batalla, pero Deborah también conoce la verdad, no existe criatura más insaciable y cruel que el hombre blanco.
La fotografia en Panavisión 70 de William H. Clothier, unida al talento del tuerto oriundo de Maine confieren a la película una grandeza inusual. El túmulo funerario de un jefe indio, al fondo una hilera interminable de jinetes recortados sobre el horizonte celeste, un capitán Wessels (Karl Malden) con ojos desorbitados caminando entre los cadáveres, un niño llorando sobre su madre muerta, el magnífico entremés cómico con Wyatt Earp (James Stewart) jugando una estrambótica partida de póquer con su inseparable Doc Holliday (Arthur Kennedy), que parte la odisea Cheyenne por la mitad y acrecienta si cabe la masacre de Fort Robinson. Los cuchillos se retoman en silencio y pasan de mano en mano en la penumbra del barracón, los ojos de la mujer india presienten muerte, sólo escuchamos toses y llanto.

Raúl Gallego.

 Esta noche fumamos la pipa de la paz en torno al fardo sagrado de Radiópolis, José Miguel Moreno a la dirección, Raúl Gallego, Gervi Navío, y nuestro crítico de cine César Bardés.


Artículo sobre El gran Combate, por César Bardés



miércoles, 23 de diciembre de 2015

66 - El Último- Murnau 1924

La ciudad habla con su rugido de motores, de prisas, de nervios y de noches estrelladas a la luz de las farolas. El vaivén de la gente es una muestra de la circulación de la sangre de las calles asfaltadas de una gran ciudad que enseña su mejor cara con sus monumentos, sus negocios millonarios, sus comidas suculentas, sus modernos transportes y sus radiantes uniformes…Sus radiantes uniformes…sí porque en la puerta de un hotel hay un viejo león rojo y dorado que se dedica a recibir a todos los huéspedes con el señorío propio de la alta sociedad. Él es alguien, no hay que dudarlo. Es el portero del hotel, que le da lustre e imagen. Es importante tener a alguien tan imponente en la fachada exterior mientras en el interior la gente se mueve como si fuera una colmena repleta de zumbidos. El portero se siente orgulloso de su trabajo por las generosas propinas, porque la gente le trata como a una persona, porque, al fin y al cabo, la imagen viviente del hotel es él mismo. Incluso es respetado en su vecindario porque su uniforme es el de un general de gala. Sus adornos dorados sobre la pechera y las hombreras, su radiante gorra semejante al sol allá en lo alto… Sin embargo, la edad se presenta sin avisar y viene el descenso a los infiernos. Y nunca mejor dicho porque son los urinarios del hotel. Allí no hay más uniforme que una miserable chaqueta blanca, las propinas son escasas y se mira con condescendencia al encargado. También hay clases entre los trabajadores. Un portero es un portero. Un encargado de lavabos no es más que un chorrillo de orina escapado fuera de la taza. El vecindario ya no le respeta porque él vuelve cabizbajo, avergonzado, destrozado. Solo le quedan los sueños en medio de una ciudad que con su rugido de motores, de prisas, de nervios y de noches estrelladas a la luz de las farolas no se fija en limpiadores de urinarios de caballeros. Más que nada porque es parte del mobiliario. Ni siquiera es una persona, es un desecho.
Friedrich Wilhelm Murnau realizó una soberbia película con todo tipo de trucos visuales para contarnos una historia triste en medio de una sociedad que se lanza al cotilleo gratuito y que, en el fondo, describe una clase proletaria tan aburrida como la alta sociedad. La dignidad de un hombre nunca se basa en uniformes, ni en aposturas marciales falsas sino en el interior porque ahí es donde reside el verdadero valor. Todo lo demás son maledicencias de la gran ciudad que huelen a orín de forma tan insoportable como un urinario de caballeros en medio de un hotel de lujo. Agua estancada en ilusiones que deberían correr como alas de un mundo en desarrollo. Preludio de una dirección equivocada que prefirió coger atajos para resolver la crisis económica y política. A partir de ahí, todos nos podemos poner en el último lugar de los hombres. Y todos limpiaremos los orines que vayan dejando los demás.

César Bardés.

Esta noche volvemos a dejar el uniforme en la consigna de la estación de Radiópolis,
 José Miguel Moreno a la batuta, Paco Bellido y Raúl Gallego en los violines, y al piano nuestro crítico César Bardés.


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Murnau desbordó el mundo del cine adelantándolo 60 años, la cámara psicológica, la profundidad de campo y el uso móvil de aquella, siguiendo a los personajes, amén de una puesta en escena llena de figurantes, trucos y transparencia, dulcifican el expresionismo del que sólo hace uso en la escena del sueño para trasladarlo a un humano y dramático cuento de Navidad. Ford, Hitchcock, Hawks y el mismo Douglas Sirk lo emularían en esa narrativa suelta, deslumbrante y sencilla que sin embargo profundiza de manera inquietante tanto en los personajes como en el espectador mismo.
Pertenecia Murnau, junto a muchos de sus colaboradores, a sociedades ocultistas que creía en un cine intelectual, por oposición al americano, que seria capaz de hacer pensar al espectador, introduciéndolo por primera vez en la escena. Heredero de las vanguardias artísticas, el expresionismo trata de hacer visible el sentir, humillante y despreciado, de un pueblo alemán que se debatía entre el hambre y la locura. El Romanticismo y la intención realista de estos films intentaron sacar a la luz una realidad inquietante como era la cuestión del doble, del otro, tan del carácter teutón y hasta entonces solapada. Tal malestar en vez de conducir a un auto análisis, como estos artistas proponían, fue aprovechado por ideologías totalitarias para, de la mano del capital, perpetrar una masacre sin precedentes. Nuestro protagonista, objeto de burla incluso por los suyos, personifica a la perfección el desmoronamiento y las míticas dependencias de todo un pueblo.

José Miguel Moreno


Título original: La grande illusion
Duración: 95 min. Alemania.
Director: F. W. Murnau
Guion: Carl Mayer
Reparto: Emil Jannings, Maly Delschaft, Max Hiller, Emilie Kurz, Hans Unterkircher, Olaf Storm, Hermann Vallentin, Georg John, Emmy Wyda.
Productora: UFA


Friedrich Wilhem Murnau


























Friedrich Wilhelm Plumpe nace en Bielefeld, Westfalia, el 28 de diciembre de 1888 y muere de accidente de coche en Santa Barbara, camino de San Francisco, el 11 de marzo de 1931 donde pensaba tomar un barco hacia New York. Allí asistiría al estreno de Tabú, su obra con el documentalista Flaherty con quien discutió por el tono dramático que quiso darle a esta obra maestra y que se enfrentaba a la mirada naturalista del autor de Nanuk el esquimal. Entre medio veintiún films de los que nos quedan once, y un recorrido formal exquisito para un hombre amante de la pintura de Caspar David Friedrich, Goethe, el teatro íntimo de Max Reinhardt o el inmenso y rico mundo exotérico de la Alemana de entreguerras, donde se desarrolló como artista. Una necesidad intelectual sacudía el corazón de Murnau, que anteponía a su mente como desencadenante de la acción y no al revés, para descubrirnos a todos esa ventana a lo real que solapada, negada incluso fue capaz de revelar su expresionismo íntimo, su romanticismo libertario, lo humano en su universalidad que nos atenaza y encierra .Sus películas, exentas de nombres y fechas, aunque elegantemente ambientadas, buscan un encuentro, una presencia entre el espectador distraído y la tragedia moral de un mundo adormecido que acepta una irrealidad decadente, consensuada y que representaba entonces como ahora un discurso banal. Y será precisamente a través de lo onírico, lo fantástico como el autor de Fausto, continuación de El Último como crónica social de Alemania, y a través de un despliegue visual y técnico deslumbrante, consiguió narrar al unísono lo intimo de una tragedia personal con lo social de un acontecer colectivo, gracias a lo simbólico y lo realista a un tiempo, lo minúsculo de lo cotidiano con lo inabarcable de lo mítico, tan típicamente germano. En definitiva, un camino hacia la Luz, que representaba para él el conocimiento a través del oráculo entre tinieblas de la soledad del que ignora. Lo pictórico, a través de cada uno de sus encuadres, y lo musical por el ritmo del montaje; un camino de la mano del gran Albin Grau, perteneciente a la secta Fraternitas Saturni, y responsable estético de Nosferatu, que lo condujo por la senda de las sombras y el terror y que el autor de Amanecer supo llevar hasta lo poético y bello. Si examinamos con paciencia sus películas, provienen en realidad de los oscuros pensamientos de aquellos que juzgan, odian, envidian y que golpean a los demás como aspas de molino hasta el aniquilamiento. Primero social, luego físico. Su técnica simbólica aúna a la narración para seguir contando a pesar del drama como haría Wilder mucho tiempo después en El Apartamento, que le debe tantísimo a Murnau.

José Miguel Moreno


Filmografia:

DER KNABE IN BLAU 1919.
LA TIERRA EN LLAMAS 1922.
SATANÁS 1919.
PHANTOM 1922.
BAJAZZO 1920.
LA EXPULSIÓN 1923.
EL JOROBADO Y LA BAILARINA 1920.
LAS FINANZAS DEL GRAN DUQUE 1924.
LA CABEZA DE JANO 1920.
EL ÚLTIMO 1924.
TARDE...NOCHE...MAÑANA.1920.
TARTUFO 1925.
PASEO EN LA NOCHE 1921.
FAUSTO 1926.
MARIZZA 1921.
AMANECER 1927.
EL CASTILLO VOGELOD 1921.
LOS CUATRO DIABLOS
1928. NOSFERATU 1922.
 EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA 1929.
 TABU 1931.

lunes, 14 de diciembre de 2015

65 - ¡Ay, Carmela! - Saura 1990


Si los fascistas comen así todos los días, hemos perdido la guerra, seguro. (Carmela).

Gustavete, Carmela, y Paulino, varietés a lo fino. Un trío de artistas de tercera que recorren los pueblos, bailan el Uruguay, recitan a Machado, y cantan los suspiros de una España que se desangra.
Se alza el telón y comienza el último número. Carmela está nerviosa, no puede con la injusticia. Carmela, espontánea, auténtica, impulsiva. Paulino, prudente, interesado, su objetivo es sobrevivir en una maldita guerra que les ha pillado de improviso y ni les va ni les viene. Se alza el telón. Carmela no puede contener su rabia, su indignación. Paulino, pálido como la pared la ve venir desde el principio de la función. Gustavete, con un ridículo bigote pintado, y vestido de ruso comunista, va a recuperar la voz en un grito desgarrado, el grito de un país cainita y fratricida.
Carlos Saura sitúa a sus humildes héroes en la España de 1938, un sorprendente Andrés Pajares, una fogosa Carmen Maura, y un magnífico Gabino Diego. El ejército sublevado va ganando la guerra, los republicanos se quedan sin municiones, sin tanques ni cañones como dice la canción, y los aviones fascistas ensayan en suelo ibérico. Saura apela a la memoria de un tiempo reciente en que daban gato por liebre, las escuelas eran cárceles, las mujeres vestían de negro, y las canciones sonaban a arengas de guerra. Una película sobre la estupefacción, el miedo, el hambre de unos prisioneros empapados, el odio en los ojos de un oficial que come judías, la inutilidad de tanto tiroteo y tanta bomba, de tanta sangre derramada, de tantas cunetas de muerte, de tantos ajustes de cuentas, de tanta vileza.
Envueltos por los tonos grises y rosáceos de un cielo hermoso a pesar de todo, dos hombres errantes, dos titiriteros sin alma siguen su camino por tierras negras de plomo, de hiel y pólvora.

Raúl Gallego.

Esta noche desde Radiópolis nos perdemos por los cementerios de un país en llamas, 

José Miguel Moreno a la dirección, Gervi Navío, Mamen Torres, Raúl Gallego, y nuestro crítico de cine César Bardés.  


Artículo sobre ¡Ay, Carmela!, por César Bardés



jueves, 3 de diciembre de 2015

64 - Blade Runner - Ridley Scott 1982

En el año 2019 el hombre ha fabricado otros hombres. El mayor invento se ha convertido en la mayor amenaza. Y sólo un Blade Runner puede detenerla. 
Rick Deckard (Harrison Ford) es un blade runner, un policía retirado. Una inquietante Los Ángeles de altas torres se pierde en un horizonte ennegrecido, explosiones de azufre, vehículos voladores que expanden destellos de color sobre un universo urbano dantesco. A la llamada del enigmático colega Gaff (Edward James Olmos) y, sin haber terminado los fideos que comía en el puesto ambulante, Deckard se ve forzado a volver a la comisaría del distrito. El sabueso solitario tiene una nueva misión.Un Harrison Ford contenido y apático, con aires de detective de novela negra, debe eliminar a cuatro androides modelo Nexus-6, desarrollados por la todopoderosa corporación Tyrell. Cuatro imitaciones demasiado perfectas, cuatro criaturas que pueden sufrir, sentir la cercanía de la muerte programada. Rachel (Sean Young) no quiere conocer la verdad, no quiere asimilar que sus recuerdos son implantes en su cerebro. Sus ojos sensuales buscan a Deckard. Es duro tener una fecha de caducidad impuesta por el capricho de unos ingenieros genéticos que juegan a ser dioses. 
Roy, Zhora, León, y Pris, cuatro humanoides fugitivos de las colonias exteriores quieren descifrar la fórmula. Roy Batty (Rutger Hauer) los guiará a la manera de un Espartaco kubrickiano. Los cuatro esclavos buscan el fuego de Hefesto y la sabiduría de Atenea, y lucharán desesperadamente contra su destino ya escrito. En un gesto de furia Batty matará a su creador, Tyrell, el científico que quiso emular al mismo Dios.
Tras dirigir Los Duelistas y Alien, Ridley Scott emprende esta magna obra futurista. En colaboración con profesionales de la talla del experto en efectos especiales Douglas Trumbull, el director de fotografía Jordan Cronenweth, el diseñador de la ciudad y los vehículos Syd Mead, o el músico Vangelis, entre otros, Scott conforma una sucesión soberbia de imágenes y sonidos que reverberan, centellean, y se pierden como las lágrimas del replicante Roy en la lluvia. Un festival de pesadilla iluminado por refulgentes luces de neón, edificios siniestros, unicornios que sólo existen en las esperanzas de Deckard.  
¿Acaso los androides sueñan con ovejas eléctricas?, se preguntaba el visionario Philip K. Dick.
Polémicas aparte sobre los innumerables montajes y reediciones posteriores del film, podemos afirmar que aunque la gótica Raquel no pasara el test de empatía, Blade Runner sí ha superado la prueba del tiempo.

Raúl Gallego.

En una noche gélida, desde la torre encendida de Radiópolis, cuatro replicantes sostienen el fuego y luchan por su supervivencia. José Miguel Moreno a la dirección, Raúl Gallego, Gervi Navío, y desde la colonia externa de Madrid, César Bardés da las últimas coordenadas.



Artículo sobre Blade Runner, por César Bardés